Por Historias de Concordia
Un francés, que me han dicho se llamaba Enrique De Machy, tuvo la ocurrencia, hace cosa de unos años, de edificar en los alrededores de Concordia un palacio, que fuera la última palabra en materia de edificación,
Enamorado, sin duda, del panorama encantador que ofrecen las alturas que domman el Salto Chico, soñó gozar desde su pequeño paraíso las bellezas de ese río, cuyos caudales de agua se persiguen velozmente con ruido sordo y pavoroso y al mismo tiempo prosperar en sus negocios, pues alrededor del castillo levantó un saladero para preparación de carne en tarros, e hizo surgir una pequeña aldea, en la que vivía el personal del establecimiento.
El palacio San Carlos, que así se llama el castillo del francés, está construido en piedra viva, de la que hay bloques enormes, fuertemente soldados uno con otro gracias a materiales de primer orden. Paredes macizas, salones con techo en madera esculpida, mármoles, tapicería finísima que cubría las paredes y se cambiaba muy a menudo, pues el dueño no era muy conservador, sino que encontraba agradable solamente lo variado, el hecho es que el palacio de San Carlos se parecía más bien a la residencia de un rajah indio, que a la suntuosa mansión de un europeo.
Por su cuenta y riesgo llegaban «troupes» de artistas y bailarinas, que daban funciones ahí mismo para uso exclusivo del dueño y sus amigos; en fin, un derroche, que apenas habría podido sostener el patrimonio de los Roschilda o de Rockefeller.
El saladero, confiado a manos ajenas, trabajaba a pérdida, según dicen; a precipitar los acontecimientos sobrevinieron disgustos por causa de mujeres. Un lindo día el francés, después de haber conseguido un crédito hipotecario de medio millón de pesos, desapareció abandonándolo todo y nunca más se supo nada de él.
El soberbio edificio, con su correspondiente saladero y campo que lo rodeaban, fueron adquiridos por poca cosa. La aldea está en ruinas y el mismo palacio presenta un aspecto desolado, que entristece.
Agunos datos curiosos sobre lo que suele pasar en los alrededores del castillo, en intervalos más o menos largos, a veces después de meses, pero siempre en noches de mal tiempo y sin luna. No se sabe por obra de quién ni con qué objeto, pero hay individuos que llegan a unos cien metros del palacio y se ponen a efectuar excavaciones que a veces alcanzan a dos o tres metros de profundidad.
Hay quien se pone en observación sobre los árboles que forman el parque, y en cuanto se aperciben que alguien está por hacerle averiguaciones, dejan de hacerlo y se van más que a prisa, desapareciendo pronto, protegidos por la espesa vegetación de aquellos lugares.
Se han hecho las más disparatadas conjeturas sobre el empeño de estos incógnitos trabajadores; pero sin resultado, como sin resultado han sido las averiguaciones hechas para descubrirlos.
Las excavaciones se verifican en puntos diferentes, pero siempre a unos cien metros del palacio a la redonda. Se habla de tesoros escondidos; pero nadie ha podido averiguar si todavía existen, porque sería posible que ya hubiesen desaparecido.
Texto Del Portal del Litoral Argentino