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Región

El Fantasma de la Cal

Victoria, Entre Ríos

Por Victoria, Entre Ríos

Según cuentan los que saben de cosas antiguas, muchos acontecimientos ocurrieron en la Victoria de fines del siglo diecinueve. Algunos de ellos, como el cuento del fantasma de la cal, me los narró mi madre en esas noches de lluvia y viento en que, en medio de un relámpago, uno necesitaba acurrucarse en el fondo de la silla para guarecerse mejor.

En el viejo Quinto Cuartel, cuando el lugar era un emporio económico, trabajaba mi abuelo, don Baudelio Santana. Y con él, muchos otros. Sobre todo inmigrantes. La mayoría pertenecían a la corriente italiana. Algunos menos, a la española. Y todos, reunidos en colonia, laboraban en los comercios de la zona y en especial, en las caleras. Que, por otra parte, eran numerosas puesto que surtían de cal a varias ciudades de otras provincias.

En las largas horas de las noches invernales, los gringos se reunían en la boca del horno en que quemaban la cal. Y allí, matizando las noches interminables, solían hacerse unos buches con caña fuerte.

-¿Qué me dicen del frasquete? –un paisano con bombachas batarazas anchas, unas botas de cuero sin curtir y un facón atravesado en la rastra que apenas cubría un chaleco de lana, se acercó a los obreros.
-Y… trabajando… -Luigi Sampietro, con los bigotes abundantes, mojados por la rubia caña, fue el único que respondió.
-Ta frío ajuera. Pero veo que tienen menjunje pa calentarse. Y como voy lejos, por una tropa saben, me vendrá bien la juerte –y tomó de entre las manos curtidas del gringo Sampietro el botellón con caña.

Hecho esto, con un “Chau”, se perdió en la oscuridad de afuera. Y sólo se escuchó, por un momento, el trote monocorde del caballo sin herrar. Y después, el silencio.
-¡Hijo de perra! –al fin Giuseppe Valoni largó sus palabras que subrayó con escupitajo al suelo. Desde el horno, abierto en ese momento, el calor abrazaba a los italianos que mordían su rabia mientras no descuidaban el trabajo.

Deolindo Sánchez era un paisano taimado. Decían algunos que era medio matrero, hombre de cuidado como que se mentaba que tenía algunos difuntos para el lado de Gualeguay. Y los gringos le tenían miedo. Deolindo conocía, con esa intuición innata del paisano, cuál era el sentimiento que su presencia despertaba. Y se valía de ello. Cuantas veces pasaba por la Calera del Sur, viniendo de visitar a la Dolores, se decía: “Me les llevo la caña juerte a los gringos”. Y eso sucedía siempre. Como si cayera del cielo, se apersonaba y se alzaba con el botellón con el brebaje. A veces lo hacía por la necesidad de tomar un trago; pero las más de las veces, por placer nomás. “¡Gringos jodidos sin güelta! Ni chistan siquiera…”, pensaba para sus adentros. Y seguía su camino.

Los gringos trabajaban esa noche como tantas otras en la Calera del Sur. Había un gran pedido de Buenos Aires porque se necesitaba cal para las construcciones de La Plata que recientemente se había fundado. Y los hombres, sin asco al trabajo, se metían de lleno en la tarea. Afuera era noche cerrada. Ni siquiera se oían los ruidos nocturnos. Una helada se asentaba en los pastos; la luna, arriba, miraba con la somnolencia de una nube que apenas le cubría un pedazo de la cara.

Los italianos –estaban Luigi, Giuseppe, Antonio Busso, Mariano Stoppa y Angelo Volpe- tenían abierto el horno y se habían reunido en la boca como para que el calor los penetrara hasta lo más profundo. Angelo tomó un trago de caña fuerte y se sintió mejor. Los cinco eran hombres de trabajo, sin mayores luces, pero honrados. Nadie podría decir nada de ninguno de ellos. El trabajo y la frente alta. Y el Chianti en los domingos con tallarines y los hijos y la esposa. Después…, todo era eso y nada más.

Sintieron los pasos. Parecía que lo estaban esperando. Se miraron los unos a los otros. Cuando apareció en el centro de la puerta, lo reconocieron: era nomás el Deolindo Sánchez. Su rostro lustroso se abría en una amplia y sobradora sonrisa; un sombrero de alas cortas, con barbijo, le cubría la abundante pelambre oscura; sus ojillos, avispados, se posaron en el botellón de caña fuerte.

-¡Qué frasquete! –dijo por todo saludo y dio un paso hacia el grupo.
-Fa fredo… -murmuró con voz casi initeligible Mariano Stoppa a la vez que se ajustaba un cinturón ancho.
-Tome paisano –Angelo le alcanzó la caña. Y se movió a un costado. Miraba al hombre y a sus compañeros de trabajo. Angelo Volpe era el más joven del quinteto. Tal vez frisaba en los treinta años pero el trabajo en la calera lo había envejecido prematuramente.
-¡Ta linda la cañita! – Sánchez se limpió la boca con el revés de la mano.

Y entonces sólo se escuchó un grito perdido en la noche. La boca del horno lo tragó sin más. Un empujón certero y Deolindo Sánchez desapareció entre la cal. Y no se vio más del paisano. Los cinco gringos, con apuro, trancaron la puerta del horno y se secaron el sudor. Afuera hacía mucho frío, pero allí donde ellos estaban, sentían calor. Y transpiraban a mares. Se sentaron en unos banquitos alargados, de madera, y distendieron los músculos.

-¿Un trago de caña? –Antonio Busso sacó un nuevo botellón de entre unos trapos que había en un rincón. Y el quinteto brindó con alivio.

Del paisano Deolindo Sánchez no se supo más. Ni nadie se preocupó por averiguar sobre su paradero. Tampoco, por supuesto, la Dolores que andaba ya en otras cosas.

Al cabo de algunos años la ciudad de La Plata se había edificado. Y, en gran parte, con cal victoriense. En una ocasión, Angelo Volpe anduvo de paseo por aquella ciudad. Cuando caminaba por una diagonal, en una pared revocada con cal, le pareció ver algo. Algo confundido se acercó y cuando estuvo enfrente un golpe pareció paralizarlo entero. En la pared revocada vio con toda claridad el rostro sonriente, lustroso, de ojillos brillantes, del Deolindo Sánchez. Salió como disparado. A la cuadra se dio vuelta y el rostro lo seguía mirando.

Angelo Volpe nunca más volvió a La Plata. Y en el Quinto Cuartel, los cinco gringos que estaban la noche en que al Deolindo Sánchez lo difuntiaron, se persignaban cada vez que recordaban al fantasma de la cal.

Por Carlos Sforza

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