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Provinciales

Los espacios que me niego

Pamela Ruiz

Por Pamela Ruiz

“Caperucita Roja avanza despreocupada. Su mamá le advirtió muchas veces acerca del Lobo Feroz, pero ella no piensa renunciar a los placeres de atravesar el bosque. De todas formas, su “destino” es ir a casa de la abuelita.

¿Qué hay otro camino más seguro…? Sí, está bien, pero no es tan bonito como este, ni tan apasionante, ni tiene el innegable atractivo de lo prohibido, que dispara la adrenalina por su impulsivo cuerpo adolescente.

Además, con tantos kilómetros cuadrados de floresta ¿va a dar la casualidad de que el lobo esté por aquí en estos momentos? Bien boba es su mamá si cree que ella no va a reconocer a esa horrible fiera desde mucho antes de que se le acerque, y entonces ¡zas!, ella saltará a un lado con pericia para evitar la mortal mordida, y lo dejará pasmado en el sitio…”

Los espacios que me niego

Pasear sola por una playa de noche, caminar por calle alejada del centro, de un barrio, salir del boliche y regresar sola a casa, es impensado para una mujer.

Podría empezar diciendo que, en los principios, estos espacios que ahora nos negamos inconscientemente nos fueron arrebatados, robados, y que el fruto de esta herida, generación tras generación, ha sido el miedo que tenemos las mujeres en recuperarlos.

Creo que uno de los primeros espacios públicos que nos robaron fue el bosque allá por el medievo, cuando las mujeres se reunían en espacios naturales, cerca de los pueblos, a celebrar las Lunas, bailar, charlar… Ellas fueron las primeras en ser llamadas «brujas» (entendiendo el concepto «bruja» tal y como el patriarcado lo comprende, como el ser una mujer malvada, aliada del demonio (¿?)) y en ser acusadas. Luego condenadas y asesinadas de maneras terribles. Y todo por el miedo, que antes era de ellos y ahora es de los dos géneros.

Porque la abuela le repite a la niña mil veces: «No vayas sola por ahí, que te puede pasar algo, que está muy oscuro, etc.» y la niña aunque hace como que no la escucha, porque ha oído ya esta frase miles de veces, guarda sin querer esa norma en un rinconcito de su ser y, cuando crece, casi siempre cuando la adolescencia deja paso a la juventud, despiertan esas voces. Y la niña que ya es joven no vuelve sola a casa por la noche porque tiene miedo. La joven se niega un espacio pero no se da cuenta de que se lo está negando, no se da cuenta porque es «lo normal» entre sus amigas, entre las mujeres que conoce.

Pero un día lee algo. Un día va por la calle y oye a una madre decirle a su hija: «Cuando estés de excursión con el cole, sobretodo, no te alejes de la maestra, eh, y por la playa es muy importante que nunca te quedes sola. ¿Lo comprendes, hija, verdad?» La niña asiente pero la joven lo comprende todo. Son tantas generaciones arrastrando la misma herida que, el hecho de decirle esto a una niña parece que es lo que procede.

Que ya lo decía bien clarito el cuento de la Cenicienta: ¡A medianoche en casa!

Y si no su traje desaparecía; quedando con unos trapos viejos y sucios, a la vista de todos, los caballos de la carroza volvían a ser ratones y la carroza una calabaza. Es decir, se arriesgaba a que el príncipe viera su verdadera pobreza, a que la viera humillada por sus hermanastras y, ya sabemos cómo son los príncipes, dejaría de quererla. Ahí queda eso.

Imagino como tuvo que vivir el baile la Cenicienta… Sin reloj (¿no quedaría muy bien un reloj en un vestido de princesa, verdad?), todo el rato sufriendo por la hora y preguntándole al príncipe bajito: «¿no serán ya las doce menos cuarto, verdad?»

Imagino un mundo en el que las mujeres podamos apropiarnos, de nuevo, de todos los espacios públicos. Sanarnos nosotras para dejar de transferir nuestra herida a nuestras hijas.

Blog de Casa de Luna - Laia

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