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Provinciales

"La luz mala"

De cuentos e historias

Por De cuentos e historias

Ricardo era un joven que había criado don Juan Vera desde muy niño, “Chingolo” lo apodaban porque siempre andaba silbando. Acababa de cumplir los 17 años.

El año que viene pa´l verano cuando cumpla los 18, voy a ir todos los sábados al boliche de don Julián, voy a tener 18 -repetía sonriendo-.

Don Vera lo miraba y le decía: “Si m’hijo, pero recién cumpliste 17, así que vas a ir al boliche a comprar algunas provisiones, pero no se me entretenga, no quiero que lo agarre la noche.

“Chingolo” ensilló su petiso bayo y silbando contento buscó la senda que se abría entre los pajonales rumbo al arroyo San Juan, allí en su desembocadura estaba al boliche de don Julián.

Era sábado por lo que en el lugar había varios paisanos venidos de San Javier y de islas vecinas, unos jugando a las cartas, otros a las bochas.

Al rato escuchó la voz de don Julián que le decía: “Chingolo”, ya tienes listo el pedido. Gracias don Julián, voy a mirar un rato la “truqueada” -dijo- total es temprano.

Ese rato se hizo largo, el sol empezaba a marcharse y el joven ahora estaba entretenido con un partido de bochas. Julián lo llamó, te va agarrar la noche -le dijo- y tienes un buen trecho. Le dio unos caramelos para el viaje y lo ayudó a cargar las bolsas maleteras en el caballo.

El año que viene con mis 18 años -pensaba- vendré los domingos y no tendré apuro en regresar al puesto y ni Rogelio, ni don Julián me dirán nada, jugaré al truco y a las bochas y tomaré algunas copas con mis amigos.

Mientras estos y otros pensamientos agradables ocupaban su mente, la noche se le vino encima, el canto del carau y el bullicio de las gallaretas anunciaban la presencia de los depredadores nocturnos en esteros y lagunas. Nada de esto incomodaba a “Chingolo” que había nacido y crecido en la isla.

El petiso aligeró su trote, estaba cerca del puesto. Antes de llegar había que pasar por un camino angosto, de un lado una laguna grande y del otro un arroyo paralelo, que dejaba unos cuarenta metros de lugar seco donde estaba la senda que lo llevaba a la casa.

Iba llegando a la laguna cuando vio a unos cincuenta metros esa luz que parecía salir del tronco de un enorme ceibo. No le temía a los animales de la isla, además su cuchillo a la cintura lo protegía, pero las luces malas y aparecidos eran otra cosa.

A medida que se acercaba a la luz aumentaba su miedo, temía no sujetar al petiso y le costaba seguir avanzando.

Ahora eran dos ojos grandes que emanaban esa luz medio amarilla. Se le erizaron los pelos porque eran dos ojos luminosos que parecían mirarlo fijamente. Se persignó y prometió repasar el Padre Nuestro que alguna vez le enseñara su madrina doña Rosalía, ya que nunca le había dado importancia a los rezos.

Taloneó el petiso y al galope llegó al puesto, tan asustado que no podía hablar. Le dieron agua y después contó lo de la luz.

Dos peones buscaron sus escopetas, trajeron los montados en pelo y guiados por “Chingolo” se acercaron a la laguna. De lejos vieron la luz....

Allí está, -exclamó el muchacho- ¡vieron que era cierto!

Lentamente se aproximaron, eran hombres de coraje acostumbrados a los peligros de las islas, pero "la luz mala" era otra cosa. Venciendo el temor natural en ellos a las supersticiones y como eran dos, se arrimaron lentamente, uno con la escopeta preparada y el otro, facón en mano.

Cuando estuvieron a pocos metros vieron que la luz en el tronco del ceibo tenía dos ojos como brasas que los miraban.

Pero al estar junto al árbol, vieron que esa luz que asustara a “Chingolo” era una vela puesta contra el tronco del ceibo y para protegerla del viento tenía una cabeza de caballo, seca por los años y por los cuencos de los ojos se escapaban aquellos reflejos amarillos. Al lado, una cruz de hierro señalaba el lugar donde había muerto años atrás un vecino del lugar.

"De cuentos e historias"; de Luis Horacio Martinez.

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